En numerosos mitos sobre la ascendencia aparece implícita una jerarquía de estatus que refleja el orden en que aparecieron sobre la tierra los primeros antepasados de diferentes grupos o pueblos. No siempre es el primero; en ocasiones, es el último el que se asigna el rango superior, como, por ejemplo, en el estado africano pre-colonial de Bunyoro (la actual Uganda), donde la dinastía real descendía de quienes llegaron al país en época más reciente, mientras que los campesinos llevaban mucho tiempo establecidos en él. Esta jerarquía queda reflejada en un mito en el que el dios creador Ruhanga se vale de una astuta prueba para elegir un rango social distinto para cada uno de sus tres hijos.
No puede sorprender que en todas las culturas se aprecie la misma tendencia a la hora de sancionar la dignidad regia: recurrir al antepasado más prestigioso, es decir, a la divinidad misma. Tradicionalmente, la línea imperial de Japón se remonta a la diosa del sol, Amaterasu, y también los reyes de Hawai y los incas basaban su derecho al trono en ser descendientes del sol. Los shilluk de África consideran a su monarca divina encarnación de Nyikang, primer rey de este pueblo y fundador de la nación, hijo de un dios del cielo y de una diosa de los ríos.
Los faraones egipcios aseguraban descender de Isis y Osiris, la pareja divina, y algunos emperadores romanos, como Gayo (Calígula), llegaron aún más lejos y se proclamaron dioses por derecho propio. Era costumbre que se otorgase categoría de divinidades a los emperadores de la época pre-cristiana tras su muerte y que se les rindiese culto como tales. A Eneas, mítico héroe troyano al que se veneraba en calidad de fundador de la ciudad de Roma, se le consideraba hijo de la diosa Afrodita.