En numerosas tradiciones se imagina el viaje del alma humana tras la muerte como un descenso a los infiernos, al reino de los muertos. En muchas regiones de África se cree que el alma de los difuntos pasa cierto tiempo en este inframundo antes de decidirse a renacer en el mundo superior de la vida humana.
Otras tradiciones hablan del terrible juicio a que se somete el alma del que acaba de morir.
En la mitología japonesa se envía a quienes han cometido un pecado grave a una de las dieciséis regiones de una tierra infernal llamada Jigoku. La mitología del antiguo Egipto muestra un vívido retrato del alma a la hora de ser examinada por cuarenta y dos jueces en la sala del trono de Osiris, señor de los infiernos. Quienes no logran demostrar que han llevado una vida de virtud son devorados por un monstruo, mientras que las almas de los afortunados que superan la prueba cuando se pesa su corazón o su conciencia con la pluma de la diosa Maat, deidad de la justicia y la verdad, pasan a engrosar las filas de los dioses en su eterna batalla contra Apep, serpiente del caos.
En la tradición griega, los infiernos se encuentran detrás de un gran río llamado Océano que rodea el mundo, o en las profundidades de la tierra. Para llegar al Hades (nombre asimismo de su divino soberano, hermano de Zeus), las almas de los difuntos tienen que cruzar el infernal río Estige en la barca de Aqueronte. Una vez en el infra-mundo, las almas son juzgadas y reciben premio o castigo, al igual que en Egipto.
En muchos casos, los vivos proporcionan lo necesario para el viaje del alma: según griegos y romanos, por ejemplo, los difuntos no sólo recibían dinero para cruzar el Estige, sino dulces para que se los entregasen a Cerbero, el temible perro tricéfalo que vigilaba la entrada al Hades.