EL PAPEL SAGRADO DE LOS FARAONES

Desde el momento en el que accedía al trono, el faraón o rey egipcio desempeñaba el papel de dios.

Era una manifestación de Horus, dios del cielo, e hijo de Ra, dios del sol, y Nekhbet y Uadjet, diosas del Alto y del Bajo Egipto, respectivamente, sus protectoras.

Los títulos de un rey expresaban éstas y otras conexiones familiares, y el nombre que adoptaba en el trono, único para cada monarca, proclamaba su forma de manifestar al dios del sol: Tutmosis IV, por ejemplo, era Menkheprura, «el Duradero de las Manifestaciones de Ra».

El faraón podía ser «hijo» de cualquier deidad importante, pero en muchos casos esto significaba algo más que ocupar un lugar por debajo de la divinidad.

La idea del progenitor y el descendiente divinos se prolongaba a los representantes del faraón amamantado por el pecho de una diosa, como un niño.

Existían además numerosos relatos del monarca como descendiente del dios del sol. En su forma básica, esta deidad se presentaba como el faraón reinante y mantenía relaciones con la madre de su sucesor, quien reconocía al dios por su aroma, lo recibía y concebía tras pasar una noche juntos.

El dios creador Khnum formaba al niño con su torno de alfarero, y al parto asistían numerosas deidades. El divino padre bendecía al niño, a quien amamantaban las diosas.

Algunos faraones sobrepasaban su papel tradicional y eran deificados en vida: Amenhotep III, por ejemplo, aparecía presentando ofrendas a su propia persona deificada.

Otros monarcas eran deificados después de morir. A Senuosret III, que extendió los límites meridionales de Egipto hasta Nubia en el siglo XIX a. C, se le rendía culto en la frontera como deidad local, al igual que su hijo, Amenemhat III, en el oasis de Fayum, donde acometió numerosos proyectos para reclamar tierras.