Para los aborígenes norteamericanos, las relaciones entre los seres humanos y los animales son profundas y complejas. Muchos pueblos se consideraban descendientes directos de los animales o pensaban que, como mínimo, los animales eran parientes del pueblo. Por consiguiente, tienen los mismos derechos y merecen el mismo respeto que los humanos. Por encima de cualquier otra consideración, se los debe honrar porque están dispuestos a entregar sus vidas a fin de que la humanidad siga viviendo.
Para los koyukones de Alaska, los animales comprenden que los humanos los cazan para vivir y no se ofenden. Sin embargo, insisten en que, se los persiga o no, siempre han de ser tratados humanamente. El alce hambriento que ha quedado atrapado en la nieve debe ser alimentado todos los días hasta que recupere las fuerzas necesarias para salir por su propio pie y alejarse. Los koyukones consideran que el animal y su espíritu son lo mismo. El espíritu es específico del animal en cuestión, pero también forma parte del espíritu colectivo de la especie, lo que significa que, si se ofende a un ejemplar, todos los miembros de la especie pueden distanciarse del cazador.
El tratamiento correcto de los espíritus animales abarca centenares de reglas y tabúes que influyen en el destino del cazador. Consideran la suerte como una potente fuerza que vincula la humanidad con los espíritus animales. Los koyukones honran a los animales mediante el respeto de las reglas porque, de lo contrario, la suerte podría abandonarlos, en cuyo caso el pueblo corre el riesgo de no sobrevivir. Por ejemplo, jactarse de lo que todavía no ha sucedido puede provocar el efecto contrario; así, quien afirma que capturará muchos castores de pronto descubre que es incapaz de atrapar un solo ejemplar. El individuo que alardea de sus proezas durante "la cacería del oso puede acabar vapuleado por este animal.
El ritual del castor blanco del grupo chawi de los pawnees honraba a los animales en un momento muy significativo: cuando abandonaban el estado de hibernación. Creían que, una vez terminado el invierno, los dioses instilaban nueva vida en los animales. Si se cumplía con el ritual pertinente, parte de ese poder divino se transmitía a los doctores, que lo empleaban en beneficio del pueblo. La práctica del ritual estaba en manos, básicamente, de los doctores, que configuraban la tercera categoría de los pawnees, después de los jefes y los sacerdotes.
Cuando en enero los animales comenzaban a moverse, el conservador del castor blanco preparaba el altar y la chimenea en su refugio. En compañía de otro doctor encendían la pipa sagrada y fumaban en honor de los animales. Pedían a sus parientes más directos que llevaran carne al refugio, donde practicaban una ceremonia secreta para purificar al castor.
Al cabo de cuatro días comenzaba una compleja ceremonia, durante la cual los doctores fumaban en honor de los animales y simbólicamente les instilaban vida. Cada uno pronunciaba la siguiente oración: «Padre, ahora soy pobre. Compadécete de mí. Necesito tu ayuda para curar a los enfermos. Aparta la enfermedad de nuestra aldea, dame buenos dones y larga vida».