El suroeste es una hermosa región árida, de arena y piedra que millones de años de erosión han convertido en mesas, llanuras polvorientas y cañones profundos. Incontables tonos rojos, pardos, negros y amarillos alegran la mirada, lo mismo que los sorprendentes verdes de la vegetación del desierto. Las montañas irregulares y los cráteres de los volcanes coronan el lejano horizonte que destaca sobre el intenso cielo azul. La lluvia da vida a la zona, casi siempre mediante breves y enérgicas tormentas estivales que anegan fugazmente los cañones, se dispersan por los desiertos y no tardan en ser absorbidas por la arena. Varios ríos caudalosos recorren la pedregosa extensión: el Grande por el este, el Colorado por el oeste y el Salt y el Gila al norte de México.
La flora y la fauna respetan el frágil ciclo natural, sensible a las variaciones de la humedad. En las elevaciones superiores, los pinos y los enebros se apiñan en el suelo poco profundo, tanto entre las rocas como en los barrancos, y en las llanuras desérticas los arbustos, los cactos y los mezquites abundan salvo en los sectores más secos, como el valle de la Muerte, que soporta extremos de calor y una incesante sequía.
La carencia de agua ha determinado el discurrir de la vida humana en esta región. Desde hace miles de años los pobladores han recolectado y cazado a la manera tradicional de los desiertos, además de aprovechar todas las cosas vivas disponibles como alimento, vestimenta y refugio. Por añadidura, algunos pueblos antiguos cultivaron maíz y calabazas apelando a los conocimientos obtenidos en Mesoamérica. En el árido suroeste la agricultura prosperó y alcanzó un nivel poco corriente en el resto de América.
Podemos ver el éxito de los antiguos agricultores del desierto en el arte, la tecnología y los rituales harto complejos de las civilizaciones prehistóricas de la región. Los mogollones vivieron en las montañas y soportaron el frío y el calor en casas semi enterradas, correctamente aisladas, situadas entre 90 era y 1,20 m del suelo y construidas con estructuras de madera y techos de palos, juncos y barro. Cultivaron maíz, judías, calabazas, tabaco y algodón. Su creatividad queda de manifiesto en la cerámica de Mimbres, decorada con asombrosos dibujos geométricos en blanco y negro y figuras de animales, humanos y otros seres.
Al parecer, h. 1200 o 1400 los mogollones fueron dominados por otra civilización del desierto, la de los anasazis («los antiguos»), que h. 100 a.C. surgió entre las elevadas mesas y los profundos cañones y que se dedicó a los cultivos en laderas terraplenadas y campos de regadío. Como los mogollones, los anasazis habitaron en casas semi enterradas, pero h. 750 desarrollaron un tipo de vivienda radicalmente nueva. La construyeron con adobe y el tejado de palos, hierba y barro se sustentaba mediante vigas de madera. Los anasazis adosaron estas casas y construyeron enormes complejos o pueblos en lo alto de las mesas y en los huecos de las laderas de los cañones. Cada planta estaba situada algo más atrás que la inmediatamente inferior. Hacia 900 comenzaron a construir en Cañón Chaco el complejo de Pueblo Bonito, que presenta 5 pisos y alrededor de 700 estancias.
Los anasazis nos legaron una magnífica diversidad de cacharros pintados, telas multicolores, mosaicos, hermosas piezas de joyería con turquesas, vestimentas con plumas y otras ropas decoradas. Esta civilización tocó a su fin debido a sequías que se prolongaron a lo largo de varias generaciones. Hacia 1300, los anasazis habían abandonado los asentamientos y se habían desplazado hacia los ríos o retornado al estilo de vida nómada de la caza y la recolección.
En el período de las primeras incursiones españolas -en 1539 y 1540-, algunos grupos indios moraban en aldeas y cultivaban las tierras de las orillas de los ríos o las mesetas desérticas. Dichos grupos incluían los pueblos, los hopis, los zuñís, los pimas y los tohonos O'odham (papagos). Otros, como los apaches y los navajos, se desplazaban de un sitio a otro y se dedicaban a la caza y a la recolección. Los hopis heredaron el estilo de vida, de los anasazis y lo adaptaron a la región del río Colorado. Desde Pueblo Oraibi, situado en lo alto de Mesa Negra, Atizona, los agricultores cazadores y recolectores hopis descendieron cientos de kilómetros por los escarpados senderos abiertos en las hendiduras y las grietas de las murallas de piedra caliza y llegaron a la llanura. Plantaron maíz en lo profundo del suelo arenoso a fin de aprovechar la humedad subterránea producida por las tormentas estivales. Con piedras duras y lisas las mujeres molieron el grano seco y prepararon piki, pan de harina de maíz, agua y ceniza de madera que cocían en una piedra caliza engrasada. Las mujeres también tejieron cestas de «pelo de conejo» y ramas de zumaque, así como piezas de alfarería en un estilo semejante al de los anasazis, decoradas con formas sencillas y elegantes, en tonos rojos, pardos y negros sobre la arcilla clara. Los hombres recolectaron, cardaron e hilaron algodón, que las mujeres tiñeron con los colores del desierto y con el cual hicieron paños.
En los desiertos regados por los ríos Salt y Gila, los pimas todavía respetan el estilo de vida desarrollado por otro pueblo antiguo: los hohokam. Estos construyeron canales de riego de hasta 16 km de longitud para regar los maizales y los campos de judías, de calabazas, de tabaco y de algodón que plantaron en el desierto. En las tierras altas aún más áridas, pueblos como los tohonos O'odham del desierto de Sonora cosecharon cactos -sobre todo el saguaro- y persiguieron animales de caza menor como musmones, ciervos, pavos, gansos y conejos.
El origen de los apaches y los navajos hunde sus raíces muy lejos del suroeste, ya que hablan lenguas atapascas semejantes a las de los indios del extremo norte de Canadá y de Alaska. No sabemos en qué fecha se trasladaron al sur. En un sentido amplio, los apaches mantuvieron el estilo de vida nómada de sus primos septentrionales: cazaron bisontes y antílopes en las llanuras, así como ciervos y alces en las montañas, y recolectaron plantas silvestres. Los apaches jicarillas del norte de Nuevo México aprendieron la agricultura de los pueblos, aunque no se integraron en el paisaje cultural de éstos. Por el contrario, a menudo lucharon con los pueblos para apoderarse de los recursos del desierto. Los navajos perpetuaron el estilo de vida ancestral dedicado a la caza y a la recolección hasta que adquirieron ovejas domesticadas de los españoles, momento en que se consagraron a los rebaños y se convirtieron en expertos hiladores y tejedores. A diferencia de los apaches, los navajos no tardaron en asentarse en grupúsculos muy dispersos y adoptaron el desierto como hogar.