El gran espíritu, consciente de las guerras que lentamente estaban destruyendo a sus hijos terrenales, convocó un consejo al que invitó a los más valientes de todas las tribus. Los riñó por sus peleas y les dijo que iba a enviar un sanador que les mostraría los caminos de la paz.
Pasaron los años y había un chico de la tribu de los mohawk que una noche recibió un sueño del Gran Espíritu. La visión del muchacho fue la de un mundo sin guerras.
Cuando el chico se hizo mayor, intentó plantar la semilla de su visión en los otros, lo que hizo que los iroqueses se convencieran y formaran una liga de tribus (Ho-de-no-sau-nee). Sólo los onondaga permanecieron fuera de la liga, bajo la guía del malvado Atotarho, su sanador.
El joven se desplazó al territorio de los onondaga y se sentó junto al fuego del campamento para celebrar consejo. Sobre la cabeza de Atotarho había una maraña de serpientes agitadas, pero el joven se ganó el consenso de la tribu proponiendo a Atotarho como jefe y a los onondaga como custodios del fuego sagrado.
Cogiendo la cornamenta del ciervo sagrado la colocó sobre la cabeza de Atotarho. Ante el asombro de todos, las serpientes cayeron al suelo, muertas. Desde ese momento, el joven fue conocido como Hy-ent-wat-ha, el Despeinador de serpientes.