Cuando los guías indios condujeron a los primeros aventureros europeos hacia el interior del continente, recorrieron ríos y lagos en las mismas embarcaciones, compartieron los alimentos y padecieron de la misma manera las dificultades del entorno.
Sin duda los nativos se sorprendieron cuando vieron por primera vez a los europeos. Una antigua narración micmac sobre la llegada del hombre blanco cuenta que tomaron los primeros barcos europeos que avistaron en el horizonte por islas flotantes con unos pocos árboles deshojados y algunos hasta creyeron ver osos que trepaban por las ramas. Seguramente los primeros comerciantes europeos fascinaron a los nativos con objetos ya conocidos, aunque fabricados con maravillosos y novedosos materiales: cuchillos que no eran de piedra sino de afilado acero, ollas de cobre que no se rompían al contacto con el fuego y cuentas de cristal en una amplia gama de magníficos colores. Es evidente que las armas les parecieron mágicas. El arco para lanzamientos rápidos y la silenciosa flecha eran más aptos para la táctica de sigilo y sorpresa de los guerreros indios que las ruidosas, pesadas y molestas armas de fuego que se cargaban por la boca, armas que los primeros blancos llevaron consigo. Sin embargo, el arco sólo era eficaz en las distancias cortas, mientras que un arma de fuego acababa desde lejos y mágicamente con un enemigo o animal en un abrir y cerrar de ojos.
El deseo de explorar nuevas tierras y culturas casi nunca fue el motor que impulsó los grandes viajes europeos del descubrimiento. Todo lo contrario, ya que el motivo principal de los aventureros consistió en la posibilidad de ampliar los mercados y los recursos de Europa. Cuando los exploradores, los comerciantes y los colonos españoles, franceses, ingleses y rusos se encontraron con los habitantes autóctonos de América del Norte, ni se les cruzó por la cabeza la posibilidad de llegar a un acuerdo con ellos. Se presentaron con actitud de conquistadores y no vieron la rica diversidad cultural, sino un pueblo que parecía llevar una existencia rudimentaria en medio de la pobreza. También lo consideraron como una oportunidad de explotar la tierra y sus múltiples recursos.
La percepción de los nativos como pueblo económicamente pobre -cuando lo cierto es que, durante incontables generaciones, habían vivido bien en sus tierras- quedó influida por la idea de que la civilización material europea simbolizaba la culminación de los logros mundiales. Otros pueblos estaban atrasados, quizá porque vivían al margen de la sanción divina o porque pertenecían a la categoría de seres inferiores. Esta perspectiva sirvió de sustento a la actitud que tanto los españoles como los puritanos ingleses manifestaron hacia los aborígenes norteamericanos hasta bien entrado el siglo XVIII. Los europeos no se dejaron impresionar por la manera en que el mundo natural formaba parte inseparable de la cultura y la espiritualidad de los indios; la doctrina cristiana consideraba que la naturaleza debía supeditarse a la humanidad, controlarse y conquistarse en lugar de imitarla o tratarla en un plano de igualdad. Mediado el siglo XIX, la teoría evolutiva de Charles Darwin contribuyó a reforzar las convicciones europeas acerca de la «bajeza» de los indios. Así se los consideró degradados supervivientes de una raza antaño grandiosa o de un pueblo cuya evolución estaba poco desarrollada.
Consecuentemente, en la base de las relaciones entre los aborígenes y los blancos no existieron una lengua y una visión del mundo compartidas y apenas si surgió el sentimiento de que todos eran humanos, al menos por parte de los europeos. A medida que los colonos se trasladaron cada vez en mayor cantidad al «Nuevo Mundo», dicha falta de entendimiento mutuo supuso una tragedia para los norteamericanos nativos. Aunque la propiedad de algunas zonas ricas en recursos estaba en manos de los indios, la idea de que la tierra fuera una posesión personal les era claramente ajena. Ya fuesen cazadores o recolectores, los indios aprendieron a compartir para sobrevivir y a aprovechar al máximo su eficacia siguiendo el ritmo de las estaciones y trasladándose de un sitio a otro para cubrir necesidades. En consecuencia, el trueque de tierras por artículos comerciales y, más adelante, por dinero tuvo que producirles una gran irrealidad. Tal vez se sintieron encantados de que los europeos estuviesen dispuestos a pagar el derecho de aprovechar unas tierras que consideraban libres.
Este optimismo, fundamentado en el desconocimiento de los conceptos legales europeos, no tardó en volverse en contra de los aborígenes con los que se negociaron tratos territoriales. Los blancos no sólo se quedaron, sino que se negaron a compartir la tierra a partir del momento en que firmaron un tratado o acuerdo. En lo que a los blancos se refería, si los indios no podían demostrar la propiedad legal de la tierra, los obligaban a entregarla... fuera por la fuerza o por tratado.