Para los nativos norteamericanos, los trastornos provocados por los europeos y sus sucesores americanos fueron violentos, de mucho alcance y a menudo muy repentinos. En menos de una generación, el modo de vida de un pueblo podía cambiar radicalmente. Nuevas enfermedades diezmaban a las poblaciones. Los traslados forzosos trastornaban la vida familiar y llevaron a muchas comunidades a tierras desconocidas, que no figuraban en sus historias sagradas. Los desplazamientos provocaron confrontaciones, no sólo con los blancos, sino también entre comunidades indias juntadas a la fuerza y obligadas a competir por unos recursos cada vez más escasos. La aniquilación de los bisontes por los cazadores blancos destruyó la base de la subsistencia de docenas de pueblos.
En estas circunstancias adversas, los indios procuraron aferrarse a sus modos tradicionales de vida durante el mayor tiempo posible. Pero el cambio era inevitable si las comunidades indias querían adaptarse a la nueva situación y sobrevivir como entidades culturales diferenciadas. Surgieron nuevos movimientos religiosos panindios, algunos de los cuales eran milenaristas que predecían el final del dominio blanco y el retomo al antiguo modo de vida. Para otros movimientos espirituales, la supervivencia dependía de mantener la íntima relación entre personas, naturaleza y espíritu, que constituía la esencia básica de muchas culturas nativas.