Al principio la salida de los norteamericanos nativos de sus tierras fue un proceso sutil. Las misiones de Nueva Francia (el noreste de Canadá) a Florida confundieron a los indios, que no repararon en los abusos de los colonizadores mediante el señuelo de paños, cacharros para cocinar, armas, cuchillos y otros artículos útiles y listos para usar. Los primeros colonizadores se sintieron atraídos por las tierras fértiles, bien regadas y cercanas a las vías navegables, por lo que las zonas costeras y los valles fluviales no tardaron en convertirse en territorio prohibido para los indios.
La petición de esclavos indios en las colonias inglesas de América y en las plantaciones de azúcar de las Antillas dieron pie a que muchas tribus costeras meridionales poco numerosas huyeran hacia el interior. Obligados a competir por territorios y recursos decrecientes, los grupos indios se atacaron mutuamente. Seducidos por el pago en artículos comerciales, a menudo se unieron a los colonizadores. En 1704, James Moore -a la sazón gobernador británico de Carolina- entró en Florida, dominada por los españoles, con un grupo de colonizadores y un millar de indios creek, apalachícolas y yuchis. Prácticamente exterminaron a los apalaches, los timucúas y los calusas -que ya habían padecido la ocupación española- y regresaron con más de 6.000 cautivos destinados al mercado de esclavos.Más al norte, la presión de la colonización europea y la competencia por el próspero tráfico de pieles también provocaron conflictos entre las tribus indias. Armada por los holandeses y los ingleses, la Liga iroquesa dispersó a los hurones y obligó a los ojibwas a adentrarse en territorio de los sioux, en los Grandes Lagos occidentales; a su vez, los ojibwas forzaron a los sioux a internarse en las llanuras. Los iroqueses perdieron su patria después de la guerra de la independencia (1775-1783) y huyeron al Canadá británico a medida que el triunfal Estados Unidos consolidaba su dominio territorial. En Canadá los territorios indios también dejaron de existir cuando la Corona asumió la propiedad de toda la tierra, sin tomar en consideración los derechos de los habitantes aborígenes.
En 1787, el Congreso de Estados Unidos aprobó la Northwest Ordinance, según la cual «las tierras y propiedades [de los indios] jamás les serán arrebatadas sin su consentimiento». No obstante, la presencia continuada de los indios se consideró un obstáculo para la colonización blanca y esas bonitas palabras no tardaron en vaciarse de contenido. Desde Carolina del Norte y del Sur hasta California, ocasionalmente reducidos grupos de nativos fueron exterminados o expulsados por pandillas. En un principio, la solución oficial consistió en retirarlos de las zonas destinadas a los colonizadores blancos y situarlos en pequeñas parcelas de tierras marginales. En 1830, el presidente Andrew Jackson fue todavía más lejos y dictó la Indian Removal Act, la cual obligaba a los aborígenes a desplazarse al oeste del Misisipí y entregar el este a los blancos. En teoría, los indios podían vivir en su propio «teritorio indio», pero en la práctica la expansión blanca hacia el oeste continuó sin miramientos.
La resistencia al trauma del desplazamiento se controló con severas actividades militares. Por ejemplo, en la década del cincuenta de siglo XIX, los navajos plantaron cara y, a las órdenes del coronel Kit Carson, los voluntarios de Nuevo México asolaron su territorio. En 1864 los navajos se rindieron al cabo del último enfrentamiento en el yacimiento sagrado de Cañón de Chelly. Más de 8.000 personas -la mayoría a pie-fueron obligadas a recorrer 480 km de montaña y desierto para llegar a Fort Summer, en Nuevo México. Muchas perecieron en el trayecto. Después de varios años de intensos sufrimientos, se permitió el regreso de los supervivientes a una reserva situada en el seno de sus territorios originales.