Muchas culturas norteamericanas nativas marcan las transiciones significativas de la vida de cada persona -el nacimiento, la pubertad, la adolescencia, el matrimonio y la muerte- con rituales importantes, durante los cuales el paso del estado previo al nuevo se representa formalmente. Creen que, en esos momentos de transición física, la persona en cuestión está muy cercana al mundo espiritual, por lo que se trata de un estado cargado de peligros y de un gran potencial.
Los nonatos y los recién nacidos son muy vulnerables y muchas tribus desarrollaron la tradición de respetar los tabúes para apartar a los niños del más mínimo daño. Por ejemplo, una cherokí embarazada no probaba las truchas moteadas por miedo a que su vástago naciese con manchas en la cara. Las apaches rechazaban los huevos porque creían que provocaba ceguera y la lengua de los animales porque existía el riesgo de que el niño tardase en aprender a hablar.
Los ritos de transición de la mayoría de las civilizaciones son los que acompañan el paso de la infancia a la adultez. Su estructura es muy parecida en la inmensa mayoría de las culturas autóctonas y, en un sentido más amplio, de las sociedades tribales de todo el mundo. Suelen incluir un período de aislamiento físico que marca el momento en el que la persona corta los lazos con su condición anterior. Este breve exilio social representa un estado intermedio de «no ser» y suele incluir una prueba de resistencia física, dolor o privación. Generalmente el proceso concluye con el ritual que completa la incorporación a la nueva condición vital. El rito Nozihzho («dormir de pie») de los omahas incluía casi todos estos elementos. Consistía en un ritual de ayuno de cuatro días, por el que pasaban todos los varones omahas adolescentes y cualquier chica que lo deseara. El nombre hace referencia al trance que los jóvenes experimentan durante el rito. Quedaban apartados del entorno y sólo eran conscientes de su ser interior. Este rito recreaba el mito omaha de los orígenes. El adolescente buscaba un sitio aislado y se espolvoreaba la cabeza con arcilla para honrar a los animales que llegaron hasta el fondo de una gran masa de agua y regresaron con el barro a partir del cual se creó la tierra, Rezaba a Wakoda, el misterioso poder que controlaba la naturaleza. La mente del adolescente se poblaba de pensamientos sobre la salud, las buenas cacerías, los triunfos en la guerra y una existencia dichosa y feliz, pero era tabú solicitar favores especiales.
Los omahas creían que Wakoda respondía con una visión o sueño que incluía un cántico sagrado. Soñar con halcones, alces o truenos podía representar una gran fortuna. El cántico era un amuleto de la buena suerte que vinculaba al adolescente con los poderes del universo y podía utilizarlo a lo largo de la vida para pedir ayuda a los espíritus guardianes en los momentos de crisis.
Una vez cumplido el rito, el adolescente descansaba cuatro días y recababa los consejos de un anciano que había tenido un sueño parecido. A continuación buscaba y mataba al animal que se le había aparecido en la visión onírica y conservaba un fragmento como posesión sagrada, que guardaba en su hato medicinal personal. Trasladaba este objeto al campo de batalla o lo utilizaba durante los rituales.
El ritual Nozhizho no estaba exento de peligros. Soñar con serpientes entrañaba problemas. Si soñaba con la luna y despertaba en el momento equivocado, el adolescente tenía que abandonar la idea de hacerse hombre y adoptar las costumbres de la mujer, viviendo como una mixuga que recibía instrucciones de la luna. En su condición de mixuga, vestía como las mujeres y llevaba el pelo largo en lugar de raparse la cabeza, salvo la tira que iba de la nuca a la frente, como hacían los hombres. En vez de cazar y guerrear, cultivaba la tierra, plantaba, cosechaba y practicaba las artes femeninas.
El cortejo suponía costumbres muy específicas. Por ejemplo, los lakotas ofrecían una serenata a las jóvenes y tocaban la flauta específicamente fabricada para el cortejo, que con frecuencia incluía tallas animales, sobre todo de aves como los patos, las grullas y los faisanes de las praderas, reconocidos por sus vistosas «danzas» de cortejo. Producidas a menudo por seres sagrados, creían que las flautas poseían potentes notas mágicas que hacían que la mujer viajase a todas partes con su amado.
Con frecuencia los aborígenes norteamericanos consideraban el matrimonio como un estado que duraba hasta la muerte, hecho que se refleja claramente en los ritos nupciales de algunos pueblos. Las bodas hopis tradicionales comenzaban al alba. La pareja rociaba con harina de maíz el límite oriental de la mesa, en dirección al sol naciente. La familia del novio tejía para la novia dos túnicas nupciales de algodón blanco, con fajas con borlas. Durante la boda la novia sólo se ponía una, ya que la otra estaba destinada a convertirse en su mortaja. Así, las prendas iguales confirmaban la condición de casada de la mujer y al morir facilitaban su ingreso en el mundo de los espíritus.