Amaterasu, diosa del sol, se asustó terriblemente cuando su hermano Susano arrojó un caballo despellejado por el techo de la hilandería sagrada y al decidir retirarse a lo que en el Kojiki se denomina «Cueva de las Rocas Celestiales» (o Ama-no-iwato) se produjo una crisis divina análoga a las que se encuentran en casi todas las mitologías, como el relato egipcio del triunfo temporal del malvado dios Set y el mito griego del rapto de Perséfone, que provocaron enormes catástrofes en el mundo. Algunos expertos interpretan la retirada de Amaterasu como una muerte y una sepultura simbólicas, pero también podría tratarse de una metáfora de un eclipse total de sol, desencadenado por el acto que acababa de presenciar la diosa del sol.
El retiro voluntario de Amaterasu sumió en la oscuridad absoluta las Elevadas Llanuras del Cielo y la Tierra Central de la Llanura de Juncos, es decir, el reino de los mortales, a consecuencia de lo cual quedaron en barbecho los arrozales y sobrevinieron diversas calamidades. Desesperados, la «miríada de ochocientos» dioses se reunieron en solemne asamblea junto al río celestial para discutir la forma de convencer a Amaterasu de que abandonara su escondite. (En este contexto, el número ocho japonés, el ya, es sagrado e implica un contingente y no un total específico.)
Omori-kane-no-kami, el hijo sabio de Takamimusubi, ofreció una solución. Como los sonidos de cierras aves «que gritaban desde tiempo atrás» (probablemente gallos) no dieron los resultados deseados, Omori-kane y las demás divinidades concibieron una complicada estratagema. En primer lugar, construyeron un espejo mágico que suspendieron de las ramas del árbol de sakaki sagrado arrancado de un bosque de montaña. Después, mientras varias deidades empuñaban objetos mágicos y celebraban una solemne liturgia, una hermosa diosa joven llamada Ama-no-uzume (en este contexto probablemente una diosa del alba, como la Aurora romana, la Eos griega o las Ushas védicas, si bien ninguna de las fuentes antiguas la caracteriza de esta forma) subió sobre una tina colocada al revés y ejecutó una danza erótica. Su objetivo consistía en engañar al sol para que volviese a aparecer, con unos métodos como los de la antigua miko, la chamán. Cuando enseñó los pechos y se levantó las faldas hasta los genitales, los dioses soltaron tales carcajadas que las Elevadas Llanuras del Cielo temblaron como sacudidas por un terremoto y el ruido penetró en el escondite de Amaterasu. Curiosa, abrió la puerta de la cueva, sólo una rendija, y gritó: «¿Por qué canta y baila Ama-no-uzume y por qué ríe la miríada de ochocientas deidades?» La joven diosa respondió en nombre de todos: «Nos regocijamos porque aquí hay una deidad superior a ti.» Mientras pronunciaba estas palabras, dos dioses dirigieron el espejo hacia la puerta entreabierta y otro dios, cuyo nombre incluye el término para designar la fuerza (chikana), se escondió allí cerca.
Al ver su reflejo, Amaterasu salió lentamente de su refugio y se aproximó al espejo y mientras se miraba intensamente, el dios que estaba oculto la cogió de la mano y la obligó a salir del todo. Otra divinidad tendió una cuerda mágica (shi-ru-kume) ante la puerta y dijo: «¡Hasta aquí puedes llegar!», tras lo cual todo volvió a la normalidad y el sol iluminó cielo y tierra. Se había resuelto la crisis divina.
La minada de ochocientas deidades se reunió de nuevo para deliberar sobre la suerte de quien había provocado la crisis, el caprichoso y destructivo Susano, y le impusieron un duro castigo: una multa de «mil mesas de regalos de restitución», cortarse la barba, las uñas de manos y pies y, por último, expulsarle del cielo, obligándole una vez más a descender a la Tierra de la Llanura de Juncos.