Los chamanes que han seguido los pasos de Tarvaa cuentan que se han visto sometidos por los espíritus de sus antepasados, que les obligan a apoderarse de los jóvenes y son causa de que su personalidad se desvanezca. Cuando el chamán neófito experimenta el desmembramiento de su cuerpo físico en el plano mundano, su espíritu se refugia en un nido sobre una de las ramas del árbol del mundo. Allí se queda hasta haberse curado y hasta que los espíritus presentes le hayan enseñado a ver el mundo desde la ventajosa posición del árbol.
Mientras permanecen en sus nidos, los chamanes inexpertos aprenden el camino del sacrificio, que garantiza la armonía y el orden en la red de la vida. Y vuelven al mundo de los hombres con un conocimiento de los dioses del viento y de la luz, los dioses de las esquinas y del horizonte, de la entrada y de los límites, del vapor y del trueno y otros dioses incontables, conocimientos éstos que les dotan de grandes poderes.
Puesto que están capacitados para someter a cualquiera que convoquen con sus tambores, se dice que el propio dios de la muerte, en un arrebato de ira, redujo el tambor chamánico, que originariamente tenía dos cabezas, a su actual forma de una sola cabeza, y ello a fin de proteger su soberanía, pues los antiguos chamanes podían hacer volver a las almas incluso de los que habían muerto hacía mucho tiempo.