El cosmos del chamán mongol tiene una estructura vertical: un eterno cielo azul arriba y la madre tierra abajo. El padre de los cielos gobierna noventa y nueve reinos (tngri), cincuenta y cinco de los cuales se encuentran en occidente y cuarenta y cuatro en oriente. Los demonios de la madre tierra están formados por setenta y siete tngri. Todos los reinos están interrelacionados y sostenidos por una red de vida en la que todo ser vivo, de arriba y de abajo, desempeña un papel. El conjunto tiene la forma de un árbol cósmico con ramas que se extienden en todos los niveles, con orificios entre las capas por los que puede ascender el chamán.
Entre los primeros chamanes de la antigüedad había un joven de quince años llamado Tarvaa que se cayó, se desmayó y lo dieron por muerto. Asqueado por el apresuramiento con el que su familia sacó el cuerpo de la casa, el alma de Tarvaa voló al reino de los espíritus, donde le abordó el juez de los muertos y le preguntó por qué había llegado tan pronto. Complacido por el valor del muchacho, que había ido a un lugar jamás alcanzado por hombre vivo, el señor de los muertos le ofreció el regalo que él mismo escogiese para llevárselo al reino de los vivos. El joven rechazó riquezas, fama, placeres y longevidad y se decidió por regresar con el conocimiento de todas las maravillas que había encontrado en el reino de los espíritus y con el don de la elocuencia. Cuando volvió a su cuerpo, los cuervos ya le habían sacado los ojos. A pesar de su ceguera, Tarvaa podría prever el futuro y vivió prósperamente muchos años con los relatos de magia y sabiduría que se había traído de la otra orilla de la muerte.
Hasta el día de hoy, los chamanes seguidores de Tarvaa tejen en sus ropas el conocimiento de la luz y la oscuridad, de las deidades de arriba y de abajo y de espíritus benévolos y malévolos. Mientras descansa en el Árbol del Mundo, el chamán aprende el camino del sacrificio para asegurar la armonía y el orden dentro de la red de la vida y regresa a los hombres conociendo a los cinco dioses del viento, los cinco dioses del relámpago, los cuatro de las esquinas, los cinco del horizonte, los cinco de la entrada y los ocho de los límites. Conoce a los siete dioses del vapor, a los siete del trueno y a otros dioses innumerables, y tal conocimiento le proporciona un gran poder, que pone al servicio de sus semejantes y le permite invocar a quien le plazca con su tambor. Al parecer, los primeros chamanes eran tan poderosos que podían llamar a las almas de quienes habían muerto mucho tiempo atrás, de modo que el señor de los muertos llegó a temer que su reino quedara vacío y, en un acceso de cólera, redujo el tambor chamánico, en principio doble, a su actual forma de uno, con el fin de proteger sus dominios.
En la cosmología chamánica aparecen numerosos animales como demonios familiares y colaboradores. El murciélago, por ejemplo, se cuelga cabeza abajo para vigilar el cielo y avisarnos si diera muestras de ir a desmoronarse. La marmota vigila el sol, siempre con la esperanza de atraparlo. Hace mucho tiempo, este animal era un hombre, y se cuenta que derribó seis de los siete soles que desecaban la tierra y provocaban sequías y desgracias, pero el séptimo sol sigue saliendo y poniéndose para escapar de la última flecha.