El primer rey tibetano que no regresó al cielo por una cuerda al final de su reinado fue Gri-gum, y la suya fue la primera tumba real. Enfurecido por la profecía de su curandero chamánico, según la cual moriría asesinado, y decidido a demostrar lo contrario, retó en duelo a sus ministros y aceptó Lo-ngam, que cuidaba los caballos del rey.
Supersticioso, el monarca entró en combate rodeado por un rebaño de yaks con bolsas de hollín en el lomo y, con un turbante oscuro abrochado a la frente con un espejo, se colocó los cadáveres de un zorro y un perro en los hombros. En cuanto empezó la batalla, los yaks rompieron las bolsas de hollín en los cuernos y el aire se cubrió de una densa nube de polvo negro.
Agitando con fuerza la espada por encima de la cabeza, Gri-gum cortó la cuerda mágica que le unía con el cielo y no infligió heridas a su adversario. Abandonado por sus dioses protectores, que se sintieron agraviados por los hediondos cadáveres que llevaba sobre los hombros, Gri-gum fue asesinado por Lo-ngam, que apuntó una flecha a lo único visible en aquella nube oscura: el espejo de la frente del rey.