EUROPA CENTRAL Y ORIENTAL

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Con la notable excepción de rumanos, húngaros y albaneses, los pueblos de europa central y oriental pertenecen predominantemente a la familia de los eslavos, cuya identidad étnica se estableció hace unos 1.500 años. Por entonces, en el siglo V d. C, los eslavos iniciaron sus migraciones por el este de Europa: hacia el norte hasta el mar Báltico, hacia el sur hasta el Adriático, y desde Bohemia, en la parte centro-oriental, recorrieron medio mundo hasta alcanzar el océano Pacífico.

Los que se instalaron en el norte -polacos, bielorrusos y rusos- encontraron un país en su mayor parte llano y pantanoso, con grandes ríos y cubierto de nieve durante más de seis meses al año.

Quienes poblaron las partes centrales -checos, eslovacos y ucranianos- encontraron una estepa herbosa y casi sin árboles.

Las tribus que se dirigieron hacia el sur a través de los balcanes -los yugoslavos (lo que significa "eslavos del sur": serbios, croatas, eslovenos y macedonios) y los búlgaros- hallaron un clima más templado a orillas de los cálidos mares adriático, egeo y negro, rodeados de montañas con cumbres nevadas.

Las robustas tribus que se encaminaron hacia el este -los rus o rusos- se abrieron paso valiéndose del hacha y el fuego a través de densos bosques con ciénagas y lagos en los que vivían gran cantidad de animales salvajes. Según el historiador Vasily Kluchevsky (1841-1911), para comprender la cultura eslava hemos de fijarnos en el bosque, el río y la estepa:

Los bosques proporcionaban a los eslavos robles y pinos para construir sus casas, les calentaban con álamos y abedules, iluminaban sus cabañas con teas de madera de abedul, les calzaban con sandalias de fibra, les proporcionaban platos y fuentes, les vestían con cueros y pieles y les alimentaban con miel. Y eran el mejor abrigo para su ganado.

Pero la vida en el bosque era dura y peligrosa: lobos y osos acechaban a hombres y animales. Era un mundo de sonidos fantásticos y sombras amenazadoras que inspiraba miedo. El bosque incitaba a la prudencia y a una fantasía encendida.

La estepa dejó en el alma eslava una huella peculiar. Su interminable extensión producía una sensación de vastos horizontes y sueños lejanos. Y sin embargo era más amenazadora que el bosque, pues no ofrecía dónde esconderse de los merodeadores nómadas y de los temidos mongoles o tártaros. El bosque y la estepa despertaban sentimientos opuestos de amistad y de temor. No así el río, pues como dice Kluchevsky:

Amaba su río. No hay otro rasgo del terreno tan hondamente cantado por el folclore eslavo. Y con buenos motivos para ello. En sus merodeos le mostraba el camino; en sus asentamientos era su compañero constante; instalaba la casa en sus riberas. Le alimentaba durante gran parte del año. Para el comerciante era la mejor carretera tanto en verano como en invierno. Enseñó a los eslavos el orden y la sociabilidad; hermanó a los hombres y les hizo sentir que formaban parte de la sociedad, enseñándoles a respetar las costumbres ajenas, a comerciar, a experimentar, a inventar y a adaptar.

También ríos y lagos tenían sus misterios. Es Fácil entender que en un mundo habitado por demonios los primitivos eslavos creyeran que el espíritu del río murmuraba cuando estaba satisfecho y rugía cuando estaba irritado. El movimiento continuo de sus aguas sugería de modo muy natural que era algo vivo; de modo que cada río y cada lago tenían su duende masculino y su ninfa acuática femenina. Tal es, pues, el origen principal de la madre naturaleza que configuró la cultura eslava, confiriendo a sus mitos un carácter peculiar.

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