A la religión que pudiéramos proclamar pública y oficial, los helenos agregaron otra religión: la doméstica, quizá guardada más celosamente.
En el libro de las Leyes afirma Platón que el parentesco nace de la comunidad de los mismos dioses domésticos. El temor a una muerte definitiva fue la causa de que los antiguos pensaran que con la muerte se iniciaba una segunda existencia incorpórea y perenne. El lazo que en vida unía al alma con el cuerpo no se había roto, se había aflojado únicamente. Las almas, más libres sin la unión absoluta con la carne, vagaban por los lugares donde había vivido o bien paseaba por los inmensos campos de asfódelos, la flor dedicada a los muertos.
Esta creencia hacía posible que Aquiles reinase en las sombras, mientras sus cenizas reposaban bajo el túmulo erigido en la llanura troyana, y que Ulises viera en los infiernos a Hércules, sabiendo que el héroe, convertido en dios, residía en el Olimpo. Y el alma de Flixos, según cuenta Píndaro en las Piticas, llega de la Cólquida para rogar a Pelías que lleve sus restos a Grecia.
El pueblo amaba a sus muertos, y este amor fue la base firme del llamado culto doméstico. Cada familia honraba las cenizas de sus antepasados, sabiendo que «la otra mitad» de éstos vagaba alrededor del hogar.
En este aspecto, los hombres fueron más grandes que los dioses, porque los dioses permanecían indiferentes ante la muerte, repugnaban de los muertos. Apolo abandona a Alcestes moribundo para no verle morir y no tener que purificarse. Artemisa se aparta de Hipólito, a quien la vida abandona, asegurándole «que no le; está permitido contemplar muertos».