Bodhidharma era un personaje sorprendente. En una ocasión se adormeció cuando estaba meditando y para que no volviera a suceder se rasuró los párpados de los ojos. Era un monje adulto e indoblegable. Tuvo un encuentro con el emperador de China, que le manifestó:
—He colaborado intensamente en la difusión de la doctrina del Buda en todo el país —dijo el emperador, jactándose de ello—. ¿Qué méritos he obtenido por hacerlo?
—¡Absolutamente ninguno! —afirmó el monje. El emperador estaba más que asombrado. Entonces preguntó:
—¿Cuál es el primer principio de la Doctrina? —Todo está vacío; no existe nada sagrado. Irritado, el emperador interrogó:
—¿Y quién eres tú para presentarte aquí ante nosotros? Y Bodhidharma repuso:
—No sé.
A pesar de haber difundido la Doctrina, el emperador no sabía que no hay un «yo» para recibir méritos y que si todo está vacío, no hay «nadie» para presentarse ante «nadie».