Una vez Confucio caminaba junto a un discípulo por unas montañas de tupida arboleda. Sentían mucha sed, por lo que mandó a su alumno que bajara al riachuelo a por un poco de agua.
Cuando Zi Lu, el adepto, se incorporó después de saciarse en las cristalinas aguas, sintió que su pelo se erizaba al ver a un tigre a su espalda con las dos patas delanteras levantadas, en plena acción de ataque y que le venía encima. Sentía tal pánico que empezó a mover mecánicamente las manos en una desesperada defensa instintiva. Fracciones de segundo antes de que la terrible pata de la fiera lo derribara de un golpe, se hizo de lado y se apoderó, no se sabe cómo, de la cola del tigre y tiró de ella con frenesí una y otra vez, con movimientos desenfrenados. Al final, vio que la fiera se alejaba gimiendo, quedándose él atónito, con la cola del tigre en las manos.
Un buen rato después, cuando hubo recuperado la calma de sus nervios destrozados, volvió con el agua y el exótico botín de su hazaña.
Preguntó al maestro cómo matan al tigre los más valerosos, Confucio le contestó:
—Los héroes lo hacen asestándole golpes en la cabeza, los menos valientes lo hacen tirando de sus orejas, y los cobardes se apoderan únicamente de la cola.
El discípulo de Confucio se sintió burlado. Arrojó lejos la cola del tigre y metió una piedra en su bolsillo. Odiaba a su maestro creyendo que le había enviado a por agua para que le matara la fiera. Quería vengarse con esa piedra justiciera, pero antes preguntó:
—Maestro, ¿cómo matan los más valerosos?
—Los más valerosos matan con el pincel, los menos valientes lo hacen con la lengua.
—¿Y los cobardes?
—Con la piedra en el bolsillo.
Su discípulo se estremeció de miedo y se puso de rodillas ante su sabio tutor. De allí en adelante se convirtió en el alumno más fiel y más brillante de Confucio.