Boya era un músico de excepcional talento que sabía manejar con suma maestría su arpa. Sin embargo, estaba angustiado por no hallar un entendido que realmente pudiera apreciar su música.
Una noche de luna llena se detuvo en un puerto del río y se puso a tocar el instrumento que heredó de sus antepasados. Las notas desgarradoras que sacaba de la antigua arpa exteriorizaba su profundo sentimiento de soledad y angustia. Pero, de repente, una cuerda se rompió produciendo un ruido extraño. Sorprendido, Boya se puso en tensión porque sus abuelos le habían advertido que el instrumento era mágico, que rompería las cuerdas para avisar que había alguien escuchando la música con suma atención, bien fuera un asesino o bien un verdadero entendido. Subió a la orilla y descubrió a un leñador. Se sorprendió que un leñador pudiera entender la música. Viendo la extrañeza de su mirada, el leñador le explicó:
—Volvía yo a casa cuando oí su música. Me detuve para escuchar porque era algo que jamás había escuchado. Su sentimiento musical y su destreza me ha llevado a un mundo musical impregnado de connotaciones de melancolía y soledad.
Boya no esperaba que el leñador hubiera podido entender tan profundamente su música. Le invitó al barco, donde conversaron hasta la madrugada, hablando de música y de instrumentos. A veces, Boya tocaba algunas piezas, de las cuales siempre encontraba una correcta interpretación por parte del leñador, quien además pudo contar el contenido, el estilo y los sentimientos musicales que Boya había manifestado en la interpretación. Así, las luces del alba les sorprendieron hablando fluidamente de su vocación musical. Al final se despidieron con tristeza, quedando para el próximo año, el mismo día y en el mismo sitio.
Transcurrió un año, Boya volvió en la noche de luna llena al mismo sitio para disfrutar con su amigo de la música. Esperó toda la noche en vano, tocando con el arpa unas melodías de añoranza y evocación. Pero su amigo leñador no acudió a la cita. Al día siguiente, Boya se puso a buscar a su amigo. Encontró a un viejo de barbas blancas con un bastón en la mano. Tras saludarle, se dio cuenta que era el padre de su amigo. Le contó que su hijo duplicó sus esfuerzos para estudiar música después del encuentro con él. Pero enfermó por agotamiento físico y falleció hacía unos meses. Antes de su muerte, pidió como última voluntad ser enterrado en el sitio de encuentro con el gran músico, para que su alma pudiera seguir escuchando su música. Boya siguió al anciano y comprobó que efectivamente en el sitio donde se habían encontrado había una tumba nueva.
Boya se sentó al lado de la tumba con el arpa en la mano, y empezó a tocarla con aflicción, mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas. Vinieron unos curiosos a escuchar la música. Se reían y aplaudían, comentando en voz alta la forma curiosa y las notas raras del instrumento. La expresión de la cara del músico se volvía desesperante y trágica. De repente, rasgó violentamente las cuerdas y las rompió todas, levantó la antigua arpa y la golpeó frenéticamente contra una piedra. En pocos segundos el valioso instrumento se hizo pedazos.