En la China antigua se contaba el caso de un príncipe que era extraordinariamente aficionado al arte de la arquería. La verdad es que, como era de débil complexión, tenía que servirse de un arco de peso ligero y que, por tanto, no tenía capacidad para lanzar las flechas a distancias muy largas. Sin embargo, el príncipe estaba muy satisfecho con su arco y la potencia que con el mismo podía desarrollar. Aunque el arco era fácilmente sostenible, los consejeros lo cogían y simulaban que pesaba tanto que sólo los «fornidos» brazos del príncipe podían sostenerlo y tensarlo.
Cada vez que el príncipe disparaba con el arco, le decían:
—¡Fabuloso! ¡Qué destreza, qué potencia! Y nosotros ni siquiera podemos sostener tan pesado arco.
El príncipe no cabía en sí de satisfacción. Estaba convencido de que sólo él podía sostener el arco, y que mediante su fortaleza y habilidad lograba proyectar la flecha a considerable distancia. Y en ese engaño vivió durante años... Pero un día recibió una invitación para participar en un torneo de tiro con arco que llevarían a cabo los príncipes de varios reinos. Los consejeros hicieron todo lo posible para conseguir que el príncipe desistiera de acudir a la competición. Pero el arrogante príncipe aseguró que iría y asombraría a todos con su inigualable destreza.
Llegó el día de la competición. El príncipe estaba realmente exultante. La diana había sido situada a una buena distancia. Todos lo príncipes, con mejor o peor puntería, lograron que sus flechas llegaran hasta el área de la diana. Llegó el momento crucial para el príncipe bobo. Se pavoneaba descaradamente manejando con soltura su muy «pesado» arco. Tensó el arco, disparó y la flecha no alcanzó más que medio recorrido. Avergonzado y a la vez irritado, lo intentó de nuevo y nuevamente la flecha sólo alcanzó medio recorrido, ante las risas y burlas de los presentes.