En el Mar del Sur de China hay una hermosa isla llamada Hai Nan. Su clima subtropical y las abundantes lluvias han hecho de la isla un verdadero vergel. La exuberante flora permite el crecimiento de una numerosa población de serpientes y víboras. Los habitantes de la isla nunca se han quejado de la abundancia de reptiles venenosos, más bien se han alegrado de la providencia de la naturaleza, puesto que consideran a los reptiles como una verdadera delicia culinaria. En los buenos banquetes en la isla nunca pueden faltar algunas serpientes. El regalo más complaciente es un par de víboras, que saben mucho mejor que las serpientes. Cuando los habitantes de la isla salen de viaje, suelen llevar algunos reptiles secos, bien para el disfrute personal o para obsequiar a los amigos.
Una vez, dos comerciantes de la isla fueron por primera vez al norte de China. Llegaron una noche a un pueblo pequeño donde no había ni siquiera una posada, pero encontraron alojamiento en una casa campesina. Los recibieron con cordialidad, invitándolos a cenar lo mejor que se podía conseguir en esos paraderos. Después les proporcionaron la mejor habitación de la casa.
Al día siguiente, los agradecidos huéspedes se despidieron de los anfitriones. Sacaron del bolso una víbora seca para obsequiarlos. Esa gente del norte temía a los reptiles, por lo que la víbora, aunque ya muerta, les infundió un pánico tremendo. Pálido, el dueño de la casa retrocedió. Los invitados creían que no la aceptaban porque les parecía insignificante el regalo. Sacaron entonces la víbora real, un reptil cuatro veces más grueso, e intentaron dejársela en las manos del anfitrión. Éste se echó a correr, gritando:
—¡Váyanse, por favor! ¡Desagradecidos! ¡No nos maten con esos animales dañinos!