Era un genuino buscador, pero se perdía demasiado en abstracciones metafísicas y especulaciones filosóficas. Había recibido enseñanza de muchos maestros, pero las explicaciones que le proporcionaban sobre la Doctrina alimentaban aún más sus elucubraciones metafísicas. Se enteró que había un maestro chan muy pragmático y decidió ponerse en sus manos. Después de permanecer varios días frente a la casita del maestro, éste lo aceptó. Cuando el discípulo le preguntó si había espíritu o no, el maestro le dio un vigoroso tirón de orejas.
—No es muy gentil por vuestra parte lo que habéis hecho —se quejó el discípulo.
Y el maestro repuso:
—¡No me vengas con pamplinas a estas alturas de mi vida!
Salieron a dar un largo paseo.
—Maestro, ¿cuando un ser liberado muere, sigue o no sigue existiendo en alguna parte?
El maestro comenzó a coger moras silvestres y a degustarlas en silencio. El discípulo protestó:
No es muy amable por vuestra parte no responder cuando se le habla.
El maestro le dirigió una mirada severa, y dijo:
—Yo estoy en el presente, comiendo estas jugosas moras, y tú estás, como un estúpido, más allá de la muerte.
Se sentaron bajo un árbol, cerca de un arroyo.
Maestro, ¿hay un ser supremo que creó el mundo, o todo es producto de la casualidad?
—¡Déjate ya de vanas preguntas! —replicó el maestro—. Ahora voy a preguntarte yo algo muy concreto: ¿Estás escuchando el rumor del arroyo?
No —repuso el discípulo, enredado en su mirada de opiniones.
Y el maestro concluyó:
—Pues siento decirte que eres incorregible. Ve a otro maestro que te llene la cabeza de ideas y permíteme seguir escuchando el rumor del arroyo.