Zhuo ocupaba un alto cargo en el palacio imperial. Era famoso por ser comprensivo y paciente.
Un día, cuando conducía su carruaje hacia la mansión que tenía en el centro de la ciudad, de repente se encontró con un hombre que detuvo su carro y cogió las riendas del caballo. Empezó a hablar con el caballo emocionado:
—¡Qué alegría! ¿Dónde te has metido? Por fin te encuentro. ¡Cómo te echaba de menos!
El alto funcionario que viajaba en el coche se sintió aturdido por el comportamiento extraño del intruso. Pensó que se había confundido. Eran tal vez muy parecidos los dos caballos. Por eso le dijo cortésmente:
—Me parece que hay una confusión. Se habrá equivocado de caballo.
Sin embargo, el intruso negó categóricamente su conjetura:
—¡No, señor! ¿Cómo es posible que no reconozca a mi caballo. Lo he criado con mis propias manos. Se perdió hace un mes. ¡Y cómo me ha costado encontrarlo! ¡Ay, caballo mío. Ahora no me separaré nunca de ti!
Al ver que era imposible convencer al testarudo hombre Zhou le dijo:
—Bueno, si está muy seguro de que este caballo es suyo. Puede llevárselo por el momento.
Y diciendo esto, desató la bestia del carro y entregó las riendas al hombre, advirtiéndole:
—Si más tarde se diera cuenta de su equivocación, le ruego que me devuelva el caballo en la última mansión de la calle residencial. Me llamo Zhou. Espero encontrarle pronto.
El hombre se llevó el caballo con gran júbilo. Pero el funcionario, al quedarse sin animal de tiro, tuvo que llevar el coche andando.
Al cabo de unos días, el hombre encontró por casualidad el caballo que realmente había perdido y que en ese momento estaba mucho más delgado que antes. Se dio cuenta del grave error que había cometido. Fue entonces a la casa del señor Zhou, le devolvió el caballo pidiéndole mil disculpas. El funcionario le contestó:
—Cualquiera nos equivocamos. Yo he tenido la suerte de que se haya dado cuenta pronto, de lo contrario hubiese tenido que tirar del carro para ir a trabajar como si fuera un arriero.