Era un laborioso campesino. Las cosechas habían sido muy malas ese año y el campesino apenas podía darle algo de comer a su mujer e hijos. Tan desesperada era su situación que no le quedó más remedio que recurrir a un noble y rogarle:
Señor, por favor te lo pido, préstame un poco de grano porque si no no podremos sobrevivir.
Está bien, está bien—dijo el potentado. Haré más que eso. Te prestaré una suma en monedas de oro, pero naturalmente tienes que esperar unos meses a que recaude los impuestos. ¿Estás de acuerdo?
He aquí la respuesta del campesino:
—Cuando venía hacia acá, de repente escuché una voz que pedía auxilio. Al acudir a la llamada de socorro, descubrí que se trataba de una carpa en lamentable situación. Estaba arrojada en medio del camino, bajo un sol abrasador. «¿Qué te pasa, compañera?», le pregunté. Contestó entre estertores: «Soy del Mar del Este y me estoy muriendo en este desierto. Por favor, por favor, ¿no dispone usted de un cubo de agua en el que poder sumergirme?» Y yo le dije: «Está bien, está bien. Haré más que eso, te traeré un barreño grande, pero tendrás que esperar a que visite el sur y traiga agua de un río de allí.» Entonces la carpa alegó: «Me haces promesas, pero no me facilitas lo único que me salvaría: el cubo de agua. Cuando me traigas el barreño, no me busques aquí, sino en la pescadería.»