El rey Chi era un verdadero amante de la caza. Tenía unos halcones expertos en atrapar presas. Tal cariño sentía hacia sus aves de rapiña, que encargó a un cortesano la misión especial de cuidarlo y prepararlos para las frecuentes cacerías. pero un buen día, por descuido del cuidador, se escapó un halcón y el pobre encargado fue condenado a muerte por el furioso monarca.
Antes de la ejecución se presentó el consejero estatal ante el rey, a quien le dijo un un sereno tono de lealtad:
_Majestad, el condenado ha cometido tres grandes crímenes para merecer con creces la pena capital. Además, creo que convendría hacer pública su culpabilidad para que el pueblo lo repudie sin contemplaciones.
El monarca lo consintió, conmovido con tan evidente muestra de solidaridad. Entonces, el consejero se dirigió al condenado con elocuente indignación
_Sabes lo imperdonable de tu delito? Siendo encargado del halcón real lo has dejado escapar por negligencia. Y lo más grave es que tu culpabilidad ha movido a Su Majestad a ordenar tu muerte por la desaparición de su animal favorito. Y la peor consecuencia de todo esto es la crítica que podría provocar tu condena en los demás reinos contra nuestro soberano. Sería culpa tuya si se desprestigiara a Su Majestad por las calumnias de que aprecia más un animal que a un cortesano. ¡Tendrás que pagar con la muerte todas estas consecuencias nefastas!
Al acabar su airado discurso, se volvió al rey pidiendo la ejecución inmediata. Mas el monarca le dijo con una sonrisa indulgente:
—Gracias por tu intervención, mi fiel consejero. He decidido perdonarle la vida. Tu condena lo ha absuelto.