Nacida en un bote, criada a la orilla de las aguas, acababa de cumplir dieciséis años la hija del encargado de la barcaza. Su padre había recibido días atrás la orden de reunir cuantos barcos pudiera y preparar el muelle para esperar la llegada de un numeroso ejército. Trabajó día y noche sin descansar, hasta que, por fin, en la víspera de la llegada de las tropas lo dejó bien preparado. Pidió a su hija traer unas jarras de vino y mucha carne para convidar a todos sus ayudantes por el sacrificio y la buena labor. Cenaron, bebieron y cantaron. Vencidos por el cansancio y el alcohol, al cabo de un rato todos se quedaron dormidos.
Al día siguiente, muy temprano, llegó el ejército. Al encontrarlos profundamente dormidos, se puso furioso el general. No esperaba encontrar a los a quienes custodiaban el puerto roncando de ebriedad, en vez de ser recibido con diligencia. Ordenó ejecutar al encargado dé la barcaza por incumplimiento de la ley militar.
Minutos antes de la ejecución se presentó la chica, poniéndose de rodillas ante el general furibundo.
—Yo soy la hija del encargado que usted acaba de condenar. Para cumplir su orden, mi padre y todos sus ayudantes han trabajado día y noche sin un respiro. Anoche terminaron agotados, pero felices de haber concluido los preparativos. Y para que la travesía sea un éxito, rindieron culto al dios de las aguas para pedir su protección. En estas ceremonias siempre se bebe vino para bendecir la suerte de los que van a cruzar el río. Mi padre no bebe nunca, pero bebió por una exitosa travesía. Le suplico que le perdone esta negligencia.
El general vaciló un momento, pero finalmente dijo terminantemente:
—Para el ejército no hay indulgencia alguna ante la falta de disciplina. No puedo anular el castigo.
La chica no se desanimó. Sentía la imperiosa necesidad de salvar al ser más querido del mundo:
—Yo fui la que les compró vino. Si hay que castigar a alguien, yo soy la culpable.
El general rechazó el ofrecimiento de la doncella.
—No, esto no es culpa tuya.
—Pero si tuvieran que matarlo, esperen a que salga de su estado ebrio, para que sepa el motivo —imploró la doncella.
El general accedió a tal sugerencia y ordenó proceder a la travesía inmediatamente. Enseguida, el primer grupo de soldados se embarcó. El general también se subió a un bote pequeño, pero faltaba un remero. Al verlo, la chica se ofreció para tal trabajo. Subió al barco con gran agilidad y empezó a remar con maestría. El general elogió a la muchacha por su voluntad y su disposición. Mientras remaba, la joven empezó a cantar:
Aguas del río que corren tumultuosas,
¿por qué lloráis la muerte del jefe de barcas? Remo con el empeño de mi tristeza, para impedir la consumación de la injusticia.
El general se conmovió con esa cancioncilla que la muchacha compuso espontáneamente. Pero se bajó del barco sin decir nada. La joven condujo al barco a la vuelta. Y entonando así su triste melodía cruzó varias veces el río transportando oficiales y soldados. Al final de la jornada, cuando todas las tropas cruzaron el río, el general premió la colaboración de la joven absolviendo a su padre.