De todo se ha dicho sobre la mente. Es amiga y enemiga, te ata o te libera, puede ser paraíso o infierno... Todos sabemos hasta qué punto nos puede perturbar. Y una mente indócil y mortificante era la que tenía un discípulo que seguía la vida espiritual, pero que no podía poner bajo control su indómito pensamiento. Tan desesperado estaba que fue hasta su maestro y, suplicante, dijo:
—Maestro, por favor, tranquiliza mi mente. No puedo más.
El maestro repuso:
—Coge tu mente y extiéndela ante mí.
—Pero es que cuando busco mi mente no la encuentro. Y el maestro concluyó:
—Lo ves. Ya la he tranquilizado.