Dicen que había una vez un anciano muy rico, pero también muy avaro. Era un verdadero usurero y prestaba dinero con un interés desmedido. Recaudaba habitualmente sus intereses, viajando de un lado para otro. Como le faltaban las fuerzas, con no poco dolor de su corazón se compró un asno. Para no exponerse a que el asno enfermase o muriese, y así perder lo que había pagado por el mismo, lo utilizaba sólo cuando tenía que desplazarse a considerable distancia. Cierto día tenía que viajar muy lejos y decidió utilizar el asno. Pero el asno no estaba acostumbrado a cargar a su amo y, al poco tiempo de ser montado, comenzó a jadear gravemente. El anciano se asustó. ¡No vaya a ser que me quede sin asno y sin dinero! Descabalgó e incluso le quitó la silla de montar para que el animal se repusiera. Entonces el asno salió de estampida. El anciano, renqueando, trató de seguirlo, penosamente, pues no deseaba tampoco deshacerse de la silla de montar.
Cuando el anciano llego a su casa, lo primero que hizo, sin despojarse siquiera de la silla de montar, fue preguntar por el asno. Sí, había regresado. Así que el anciano, a pesar de estar empapado de sudor y tener una espasmódica respiración, se sintió aliviado.
Ciertamente poco le duró su alivio. Unas horas después su envejecido corazón se detenía, no sin antes haber preguntado a sus sirvientes:
—Pero ¿de verdad que ha regresado el asno?