Eran grandes amigos desde la infancia. Uno de ellos era mandarín y se le había ofrecido un destacado cargo oficial. Un poco preocupado por la responsabilidad que tendría que asumir en breve, el mandarín se reunió con su amigo de la infancia y lo puso al corriente de la situación. El amigo dijo:
—Lo que te recomiendo es que siempre seas paciente. Es muy importante. No lo olvides, ejercítate sin descanso en la paciencia.
—Sí, seré paciente. No dejaré de ejercitarme en la paciencia —aseguró el mandarín.
Los dos amigos empezaron a deleitar un sabroso té. El amigo que había venido a ver al mandarín, dijo:
—Sé siempre paciente. No dejes de ser paciente, suceda lo que suceda.
El mandarín asintió con la cabeza.
Unos minutos después, el amigo dijo:
—No lo olvides: adiéstrate en la paciencia. —Lo haré, lo haré —repuso el mandarín. Cuando iban a despedirse, el amigo añadió: —No lo olvides, tienes que ser paciente. Entonces el mandarín, soliviantado, exclamó: —¡Me tomas por un estúpido! Ya lo has dicho varias veces. Deja de una vez de advertirme sobre lo mismo.
Y el amigo manifestó:
—Estás lleno de ira. Me gusta cómo te ejercitas en la paciencia.
El mandarín se sintió ridiculizado, pero agradecido.
—Es muy difícil ser paciente —dijo el amigo, abrazándolo con todo cariño.
Pero el mandarín no olvidó jamás la lección de su amigo de la infancia. Desempeñó perfectamente su cargo, la paciencia le permitió desarrollar ecuanimidad, y la ecuanimidad, sabiduría, y la sabiduría, amor.