Un día, cuando un leñador se preparaba para salir a trabajar, no encontraba su hacha. Buscó por todos los sitios en vano. Trató de recordar dónde la había dejado el día anterior. Únicamente se acordó de que el niño del vecino lo estuvo observando mientras él partía leña en el patio. ¿No habrá sido el chico? Se le ocurrió que el hacha pudiera haber sido robada por el niño. Mientras seguía buscando infructuosamente en las habitaciones, crecía su sospecha. Cuando removió en vano las cosas del patio llegó a confirmar con certeza su conjetura.
—Seguro que ha sido él. Me estuvo observando hasta que terminé el trabajo —pensó. Incluso pudo imaginarse cómo entró el niño sigilosamente en su patio y se llevó el hacha corriendo. justo en ese instante, el presunto ladrón se asomó por la tapia que separaba los dos patios, preguntándole:
—¿Va a cortar leña otra vez?
El leñador lo miró con profundo resentimiento, tratando de interpretar el doble sentido del pequeño diablo.
—Sí. Ojalá pudiera cortar también las manos del ladrón.
Al oír eso, el chico desapareció tras la tapia, de lo que dedujo el leñador que se sintió aludido.
Desde ese momento, el dueño del hacha siempre observaba el comportamiento del niño. Le parecía que su forma de andar sigilosa, su mirada huidiza y su hablar titubeante revelaban indudablemente su culpabilidad y su condición de ladrón. La sospecha creció, se consolidó y se convirtió en una categórica certeza. HA SIDO ÉL. Conforme iba pasando el tiempo, el hombre veía al niño cada vez más como un ladrón y cada vez más encontraba en su comportamiento indicios de haber hurtado su hacha.
Pero, un buen día, por pura casualidad, descubrió su hacha en el sitio menos pensado, dentro del montón de leña cortada.
Se acordó repentinamente que la dejó allí olvidada. A partir de ese momento, el niño le parecía totalmente distinto. Ni en su forma de andar, ni en su mirada, ni en su modo de hablar encontraba nada raro. Era un niño simpático, sincero y completamente normal en su conducta.