Los planes expansionistas del reino Qin eran obstaculizados por una cadena de altas montañas que impedían el acceso del ejército agresor al reino Shu. Para conquistar aquel territorio, considerado como el cuerno de la abundancia, era imprescindible abrir un camino entre las montañas. Para esta empresa, el rey convocó varias veces a los mejores estrategas del reino, pero nadie pudo dar una buena solución.
Un día se presentó ante el monarca un oficial del ejército que le ofreció una idea genial.
Un mes más tarde aparecieron al pie de las montañas fronterizas unas enormes figuras de piedra que llamaron la atención de los leñadores de aquel reino. Se acercaron sigilosamente y, para su gran sorpresa, se dieron cuenta que eran unas estatuas colosales que tenían forma de bueyes. Lo más curioso era que en el suelo había un montón de oro cerca de las patas del animal. Se suponía que, en vez de excrementos, los animales de piedra depositaban montones de oro. Se llevaron el oro, y a los pocos días, cuando volvieron, descubrieron nuevas deposiciones del metal precioso.
Corrió la noticia rápidamente por el reino Shu. Enseguida se enteró el mismo rey, quien creyó que eran animales de la providencia que defecaban oro. Ordenó traerlos a la capital para que se convirtieran en fuentes inagotables de riqueza. Mandó a un numeroso ejército construir un camino provisional a fin de traer los colosos de piedra.
Obsesionados con el oro, no se dieron cuenta de que el ejército enemigo ya estaba preparado. Los invasores siguieron la pista de arrastre de los animales de piedra. Mientras miles de hombres fornidos tiraban de las estatuas providenciales hacia el Palacio Real, el ejército invasor les seguía la pista de cerca. De este modo, a los pocos días, centenares de miles de soldados enemigos pudieron cruzar la frontera montañosa sin mayores obstáculos.
Poco después de la llegada de las estatuas providenciales, cayó la capital en manos de los invasores. La avidez por el oro preparó el camino de su propia destrucción.