En esa inmensa tierra que es China, las catástrofes naturales son frecuentes. Se cuenta como cierto que una vez llegaron las lluvias y una pavorosa riada se llevó la choza de un campesino. Pero las riadas dejaron una joya en su lugar, arrastrada de alguna otra parte por las violentas aguas. El campesino, que era muy pobre, cambió la joya por dinero, reconstruyó su choza y el resto de la suma se la entregó a un muchacho huérfano y desvalido que malvivía cerca de él.
En esa misma ocasión, en otro poblado, un hombre para salvarse de la riada tuvo que subirse a un árbol que flotaba sobre las aguas. Otro hombre le pidió ayuda, pero se dijo: «cualquiera se expone a subir a otro al árbol, no vaya a volcar», y no prestó auxilio al que lo necesitaba.
Transcurrieron los años. Llegaron los días amargos y desoladores de la guerra. El campesino bondadoso fue alistado y gravemente herido. Fue conducido al hospital. El médico joven y eficaz que se ocupó de él no era otro que el muchachito huérfano. Le reconoció y aunque el campesino estaba muy mal herido, puso todo su empeño y amor en curar al generoso hombre y lo logró. Nació de allí y de por vida una profunda amistad.
El campesino egoísta también fue alistado. El capitán de la tropa no era otro que el hombre que no había sido auxiliado. Ordenó que el campesino fuera enviado en el acto a primera línea de combate. Un amanecer frío y brumoso halló la muerte a manos del enemigo.