Dos monjes dejaron temporalmente el monasterio en el que habitaban para ir al pueblo a visitar a sus respectivas familias. Habían nacido en el mismo pueblo y decidieron viajar juntos. Uno era mayor que el otro y muy dado a estar reprendiendo, aleccionando e instruyendo a su paciente compañero.
Los dos monjes se pusieron en marcha. Iban caminando con celeridad cuando de súbito escucharon una voz pidiendo socorro. Se dirigieron prestos en busca de la persona que reclamaba angustiosamente auxilio y tuvieron ocasión de contemplar una hermosa joven que se estaba ahogando en el río. Sin dudarlo ni un momento, el monje joven se lanzó al agua, cogió a la bella joven y la dejó a salvo en la orilla del río.
Los monjes prosiguieron su viaje. Caminaban ahora en hermético silencio. Cuando habían transcurrido varias horas, el monje mayor despegó los labios para increpar al monje joven:
—¿Es que has olvidado nuestras reglas? Nos está estrictamente prohibido rozar a mujer alguna, ¡cuánto menos cogerla entre nuestros brazos!
El monje joven repuso:
—Aquella mujer necesitaba ayuda en un momento dado. Con toda naturalidad la tomé en mis brazos para ponerla a salvo y la dejé en tierra firme. Sin embargo, tú todavía la llevas encima.