Tras el fallecimiento de un viejo cortesano, se produjo una violenta disputa por la herencia entre sus dos hijos. Se peleaban por llevarse la mejor parte del patrimonio familiar, en continuos pleitos escandalosos, desde el reparto de los terrenos hasta la división de unos objetos insignificantes, sin la menor consideración del amor fraternal. Por muy equitativo que fuera el reparto, siempre se imaginaban que el otro se llevaba algo más.
Se sometieron al arbitraje del tribunal, sin que el juez pudiera determinar realmente cuál de los dos se había quedado con un poco más de la herencia. Ante la imposibilidad de dictar una sentencia justa, el tribunal relegó el dificil caso al juicio del mismo emperador. Tampoco le fue nada fácil al monarca formular un veredicto para dar fin a la interminable pugna.
En esa situación, el primer ministro Chang se ofreció a resolver el litigio.
Si Su Majestad me concediera autorización, yo podría terminar rápidamente con el caso.
Tras conseguir el permiso real, Chang regresó a su residencia, en donde citó a los dos litigantes.
—¿Habéis dicho la verdad en vuestras acusaciones?
—Sí, señor, es totalmente cierta mi acusación. Los dos se pronunciaron simultáneamente. Dicho esto, el ministro les hizo firmar un documento en el que se reafirmaban en haber dicho la verdad, toda la verdad. No atendió ni un minuto a los argumentos que los dos hermanos habían repetido en tantas ocasiones y directamente dictó la sentencia.
—Considerando que os acusáis mutuamente que el otro se ha quedado con más herencia y sostenéis que es cierto lo que decís, ordeno que os cambiéis vuestras pertenencias hoy mismo, siendo irrevocable la sentencia, cuya ejecución se llevará a cabo hoy mismo.