Un día los aldeanos decidieron hacerle una broma a Nasrudín. Puesto que se suponía que era un hombre santo de alguna clase indefinible, fueron a verlo y le pidieron que pronunciara un sermón en la mezquita, a lo que accedió. Cuando llegó el día, Nasrudín subió al púlpito y dijo: —; Oh, pueblo! ¿Saben ustedes lo que voy a decirles? —No, no lo sabemos —gritaron.
—Mientras no lo sepan, no podré hablarles. Son demasiado ignorantes para poder iniciar algo con ustedes —dijo el Mulá, lleno de indignación porque gente tan ignorante le hiciera perder el tiempo. Descendió del púlpito y se fue a su casa.
Algo mortificados, fueron nuevamente a la casa del Mulá y le rogaron que el viernes siguiente, día de oración, predicara.
Nasrudín comenzó su sermón repitiendo la misma pregunta.
Esta vez, la congregación contestó al unísono: —Sí, sabemos.
—En tal caso —dijo el Mulá—, no es necesario que los demore. Pueden retirarse.
Y regresó a su casa.
Fue convencido por tercera vez para que predicara. Ese viernes, comenzó preguntándoles como antes: —¿Saben o no saben?
La congregación estaba preparada.
—Algunos sabemos y otros no.
—Perfecto —dijo Nasrudín—. Entonces los que saben que transmitan su conocimiento a los que no saben. Y se fue a su casa.