Tres mil distinguidos epicúreos habían sido invitados a un banquete que se daba en el palacio del Califa, en Bagdad. Debido a algún error, Nasrudín estaba entre ellos.
Los banquetes se realizaban anualmente y cada año el plato principal superaba al del año anterior, pues la reputación de la magnificencia del Califa tenía que mantenerse e ir en aumento.
Pero a Nasrudín lo único que le interesaba era la comida.
Después de una larga espera, ceremonias previas, canto y baile, aparecieron gran cantidad de enormes fuentes de plata. Cada una de éstas, colocada entre cinco invitados, contenía un pavo real entero, asado, decorado con artificiales pero comestibles alas y pico, en tanto que preciosas gemas azucaradas semejaban su plumaje.
En la mesa de Nasrudín, los gastrónomos suspiraron ante el placer que les causaba el recrear sus ojos en esa obra suprema de creación artística.
Nadie parecía hacer ningún movimiento hacia la comida.
El Mulá se moría de hambre. De pronto se puso de pie y gritó:
—¡ Muy bien !, admito que esto luce extraño. Pero es probable que sea comida. ¡Comámosla antes de que nos coma a nosotros !