Cuando Nasrudín estuvo en la India, pasó cerca de un edificio de extraña apariencia a cuya entrada estaba sentado un ermitaño. Tenía un aire de calma y abstracción, y Nasrudín pensó que establecería algún tipo de contacto con él.
Seguramente, pensó, un filósofo devoto como yo debe tener algo en común con este santo individuo.
—Soy un yogui —dijo el anacoreta, en respuesta a la pregunta del Mulá—. y estoy dedicado al servicio de todas las cosas vivientes, en especial de pájaros y peces.
—Le ruego me permita unirme a usted —dijo el Mulá—, pues, como suponía, tenemos algo en común. Sus sentimientos me atraen con fuerza, debido a que en una ocasión un pez me salvó la vida.
—¡ Qué notable y grato! --exclamó el yogui—. Estaré encantado de admitirlo en nuestra compañía, pues en tantos años de devoción a la causa de los animales, nunca he tenido el privilegio de alcanzar tan íntima comunión con ellos como lo hizo usted. ¡Salvó su vida! Esto comprueba ampliamente nuestra doctrina de que todo el reino animal está interconectado.
Así fue que Nasrudín se sentó con el yogui durante algunas semanas, contemplando su ombligo y aprendiendo variados y curiosos ejercicios.
Al final el yogui le pidió:
—Yo me sentiría más que honrado si usted pudiera, ahora que nos conocemos mejor, comunicarme su suprema experiencia con el pez que le salvó la vida.
—Ahora que he oído más acerca de sus ideas, no estoy tan seguro de que sea así —dijo el Mulá.
Pero el yogui lo presionó con lágrimas en los ojos, llamándolo Maestro y restregando ante él su frente en el polvo.
—Muy bien, ya que insiste —dijo Nasrudín—, aunque no estoy muy seguro de si usted está preparado (empleando su lenguaje) para la revelación que tengo que hacerle. El pez ciertamente salvó mi vida. Estaba muriéndome de hambre cuando lo pesqué. Me proporcionó alimento durante tres días.